Cada mañana, se levanta. Con todo el esfuerzo del mundo, descorre las tibias sábanas que tanto la abrigan por la noche, para entregarse al frío día que la espera afuera. Medita un largo rato que ponerse, jugando con la puntualidad. No desayuna. Camina a su trabajo, atravesando la congelada mañana y observa los transeúntes que corren para alcanzar un tren o un colectivo. Se siente curiosa. Presta atención a los pequeños detalles, a las tonterías que se le cruzan en el camino. Las hojas, la basura, la escarcha. Todo cobra otro significado en la mañana, porque ella aún está atontada y no termina de pertenecer a este mundo. LLega a la puerta y esperando que le abran (porque nunca son puntuales) medita y mientras ve escapar el vapor de su boca, y con sus manos palpa las pelusas de los bolsillos, se siente despertar de a poco, mira los trenes pasar y se siente un poco sola. Porque está sola. Y con el vértigo del día sin darle tiempo para pensar, se deja arrastrar por la viscosidad de la monotomía, y día a día cumple su rol, sin estremecerse demasiado, sin apurarse. Y al llegar la noche, al meterse a la ducha, tocar su dolorido cuello, su espalda convertida en nudos, llora un poco. Se seca el pelo, se cambia, se acuesta. LLora otro poco. Se pregunta por qué, no termina de entender su soledad, pues no cree merecerla. Se duerme. Y vuelve a empezar.